No le falta mucho, Señor. ¡Siga adelante!


Fachada del Cementerio Municipal de Valencia, Venezuela. Fuente: Alcaldía de Valencia. Fotografía de autor desconocido.

No le falta mucho, Señor. ¡Siga adelante!

El pasado viernes 4/2/2022 tuve oportunidad de visitar el Cementerio Municipal de Valencia, el cual está ubicado en la Av. Lisandro Alvarado de esa ciudad. Mi intención, como la de muchos, era la de ubicar una tumba, a los fines de validar su estado y presentar unos respetos lamentablemente muy diferidos en el tiempo, situación de la cual soy único culpable en forma inexcusable, y que engrosa la enciclopedia de mis faltas en el apartado de pecados por omisión (espero yo).

Lo primero que me llamó la atención del principal camposanto de la ciudad fue el estado de la fachada, la cual evidenciaba signos por lo menos de descuido, al carecer de los mensajes de consuelo, ubicados sobre el umbral que separa el terreno de los vivos y de los muertos, de muchas de las letras de hierro que una vez fueron embutidas en la pared, las cuales permitirían efectuar su adecuada y completa lectura, y por más que intenté mentalmente rellenar los signos faltantes, no logré con ello obtener frases con sentido ético, moral o histórico al entrar al sitio.

Yo carecía de la información catastral interna que me permitiera llegar a la tumba, pues no recordaba dónde se encontraba esta, por lo que estimé razonable aproximarme a la oficina del recinto a pedir información. Allí fui amablemente atendido por una funcionaria que carecía de la reglamentaria mascarilla, la cual tal vez, en mi opinión, consideraría como innecesaria al estar tan cerca y a menudo en los dominios de la muerte, debida a múltiples causas naturales y humanas, ocurrida en tantas eras, y en donde el reciente covid es solo una más de ellas, con muy poco peso específico (aún).

Suministré a la funcionaria el nombre completo del difunto y su fecha de muerte: 15 de enero de 1981. No hubo búsqueda en una computadora, tampoco en un complejo sistema mecánico de archimóvil o similar, sino que la búsqueda se concentró en explorar digitalmente (es decir con el dedo, frecuentemente impregnado a través de los labios) en las gastadas y amarillas páginas de los libros originales de asentamiento de las defunciones, los cuales conocieron tiempos mejores y cuya tinta de sus manuscritos aún lucha por aferrarse a las moléculas de celulosa del papel, con evidente mengua en el proceso, debido a la oxidación y al oportunista comején. Sin embargo, la búsqueda fue exitosa y se logró encontrar el renglón del registro correspondiente a la persona que buscaba, pero lo escrito a mano no daba las coordenadas de la tumba, aunque sí las de la boleta con la orden de entierro. Acto seguido, y con igual voluntad proactiva, la funcionaria procedió a buscar en las carpetas originales de esas boletas, encontrándose luego de algún esfuerzo aquella donde la autoridad correspondiente ordenaba el entierro de los restos mortales de mi hermano, hace 41 años: Christián Robledo Upegui.

Me fue dada entonces la información por parte de la funcionaria, en papel reciclado, cortado a mano en un cuadrito, que una vez debió formar parte de un oficio, con los datos para ubicar la tumba en forma de un número de manzana, más uno de fila y otro de puesto, correspondientes a la ubicación física del terreno. Agradecí a la funcionaria su expedito trabajo gratuito, y acto seguido me aboqué a la que entonces ignoraba que sería una desafiante tarea de navegación y prospección física y carácter arqueológico, el intentar correlacionar la ubicación real de la tumba con la abstracción numérica isomorfa del peculiar sistema de coordenadas de primitiva geolocalización empleado en el recinto mortuorio, que me fue dada por la gentil dama.

Era casi el mediodía, y el Sol era inclemente, derrochando la energía que implica su mediana juventud astrofísica, de la cual lagartos, alacranes y culebras del área de sabana donde se ubica este sitio de paz se escondían, posiblemente por carecer de protector solar de grado UV adecuado, y seguramente sofocados por el bochorno correspondiente.

Ocasionalmente, en mi recorrido hacia el presunto target de destino (la diminuta parcela para un solo ocupante) me encontraba con trabajadores de mantenimiento, equipados con herramientas no más complejas que un machete, una escoba o un rastrillo, y armados con la especial actitud ante la vida que implica el tratar continuamente tan de cerca con la muerte como medio para ganarse honradamente la vida.

A la búsqueda de la manzana correcta, descubrí que los letreros que indican las manzanas en el terreno tenían los números borrados por la acción de la lluvia y la radiación solar. También me percaté de que el lugar había cambiado desde mi última y lejana visita, emergiendo nuevas construcciones y falleciendo algunos árboles que me servían como hitos geodésicos para ubicar anteriormente a la tumba, los cuales habían sido convenientemente triangulados a tal efecto.

A medida que me adentraba en el Cementerio y con ello disminuía al menos exponencialmente la probabilidad de vida humana en el sitio, pude comprobar que deja mucho que desear el estado general de las tumbas. En muchas de ellas las inscripciones y fechas son ilegibles, y esto cuando las cruces cristianas no están rotas o se han caído. En otros casos, las placas y lápidas de granito se encuentran fracturadas, rotas o ausentes, y también hay socavones con tumbas abiertas. Los mausoleos de las familias de rancio abolengo de Valencia experimentan desgaste en la forma de estatuas rotas, decapitadas o sin miembros, que una vez debieron servir como expresión del dolor y la esperanza de los vivos, deseando el anhelado perdón  y la gracia de la resurrección para con el fallecido, pero que hoy gimen mudamente por ellas mismas, solo en aquellos casos en los que aún los rostros de mármol o granito de las efigies están presentes para mostrar el semieterno gesto de dolor del diseño artístico original, pagado de conformidad.

Es obvio que las coordenadas suministradas de la tumba correspondían a una matriz. Una vez en la manzana correcta, y al darme el número de fila y el número de puesto, debería poder conseguir la tumba, pero lo que nunca me dijeron era la orientación del espacio, es decir, a qué correspondían las filas y a qué correspondía el puesto, para saber si la matriz que voy a buscar era en efecto la original o su versión traspuesta. Vale decir, no estaba definido cuáles eran el eje de las "x" y el eje de las "y". Decidí abordar el problema haciendo búsqueda en las dos matrices correspondientes. Estaba yo pues cual Long John Silver de Stevenson, en una búsqueda análoga a la de un tesoro enterrado escondido, y de cuyo precioso mapa críptico de ubicación yo era portador. La alegoría es válida, al tratarse de los restos mortales de quien en vida fuera mi hermano mayor.

La búsqueda no era sencilla, ya que no había un orden preciso en las fechas de defunción que permitiera descubrir cuál era la orientación correcta, lo cual empeoraba por el hecho señalado de que muchas de las tumbas carecían de nombre, fecha de defunción o ambos. Además, frecuentemente me era imposible transitar por los espacios entre tumbas, debido a los efectos de la caída de árboles, la quema de estos y la emergencia de vegetación salvaje, que surgía abundante como leve compensación biológica inferior a las pérdidas de vidas humanas, enterradas en el sitio, y que habilmente me obsequió con múltiples semillas y cadillos prendidos a mis pantalones, los cuales removí con un peine, si bien con trabajo, pero con el interés del naturalista amateur.

Mi búsqueda de la tumba duró aproximadamente una hora, descubriendo en múltiples ocasiones que lo único que lograba era navegar en círculos, sin encontrar pistas precisas en otras tumbas que me pudieran dar un acimut, rumbo o deriva hacia el sitio correcto. Por esta razón, y ya resignado al fracaso geográfico y toponímico, me limité entonces a dirigir la vista al probable centroide de ubicación de la tumba, dirigiendo hacia el mismo y su área circundante una sencilla plegaria por su descanso eterno y la confianza en su resurrección, construida sobre la base de la inconmensurable misericordia de Dios, posiblemente aplicable en Christián, quien fuera el hermano mayor de la familia y cuya especial condición humana dejó recuerdo prolongado en sus amigos, siendo a su vez padre y profesional, y que falleciera a los 25 años de edad en esta misma ciudad, luego de una breve enfermedad, siendo atendido por el eminente Dr. Pepe López, ilustre patrimonio humano de la Universidad de Carabobo.

Christian fue feroz ajedrecista, intelectual irremediable, aventurero y explorador. En su momento fue el paracaidista más joven de Venezuela, al saltar múltiples veces desde un avión en paracaídas a la temprana edad de 15 años, entrenado para ello por mi padre, Yezid Robledo Coronel, quien junto con otras personas fuera pionero de la creación del paracaidismo deportivo en la nación, a principios de los años 70 del siglo XX, y cuando ese deporte era considerado cercano al umbral de la locura por la sociedad de esa época remota. Posiblemente, esos viajes cruzando al firmamento en la troposfera le servirían a Christián de demo para el tránsito de su alma a través del Cielo, apenas 10 años después.

Con el ánimo de ofrecer un enfoque constructivo para resolver la situación observada en el cementerio, es pertinente señalar que obviamente el mismo requiere de manera urgente tanto una modernización en su sistema de manejo de los datos, como también mejoras en su infraestructura que permitan mitigar el estado de deterioro indicado de las tumbas y la dificultad para lograr su ubicación en el terreno.

De esta forma, no es difícil concebir que un sistema de información que emplee recursos de geolocalización para ubicar las tumbas pudiera implementarse. Sería de utilidad para los múltiples visitantes que como yo llegan desconcertados al sitio y deben esperar su turno de la cola para ser atendidos, con la buena asistencia y el esfuerzo de búsqueda manual por parte del funcionario de turno que tenga a bien realizar el trabajo, como afortunadamente me tocó a mí, en las carpetas susceptibles de ser convertidas en festín de comején.

Tal vez es posible sugerir en la Universidad de Carabobo, en la Escuela de Ingeniería de Telecomunicaciones y/o la Escuela de Ingeniería Civil, la propuesta para un Proyecto de Grado que permita diseñar e implementar una solución telemática para lo planteado. Por supuesto, solo si llegara  a ser considerada pertinente esta iniciativa innovadora ante las autoridades del cementerio. Supongo que el proyecto implicaría un desafío para la obtención de los recursos correspondientes, pues lamentablemente se está en un país en el cual el apoyo hacia los vivos en forma de la asistencia médico-asistencial pública y de seguridad social paga se encuentran en estado crítico de incapacidad para satisfacer los requerimientos de mínima supervivencia, por lo que entonces puede imaginarse que la atención hacia los muertos queda inmediatamente en un segundo plano, aun cuando su disposición final y memoria merecen una mínima consideración para mitigar el dolor de los vivos que pagan impuestos, al menos durante las décadas en que ese dolor persiste, antes de sucumbir al inevitable olvido generacional en el que se diluyen recuerdos y afectos.

Para finalizar, cuando en esa visita caminaba hacia el Cementerio Municipal por la Av. Lisandro Alvarado de Valencia, luego de pasar la Ciudad Hospitalaria Enrique Tejera que le precede, también conocida como el Hospital Central de la ciudad, no recordaba exactamente a qué distancia quedaba el cementerio, para saber si el viaje era factible en el tiempo que tenía disponible. Como ya había caminado bastante, hice una pausa para abordar al encargado de una tienda (de repuestos automotrices, por supuesto), quien estaba ampliamente entrado en canas, a los fines de hacerle cordialmente la siguiente pregunta:

¡Buenos días, señor!, acabo de pasar por el Hospital, ¿Podría usted decirme cuánto me falta para el Cementerio?

El señor me saludó, su mirada me analizó secuencialmente de arriba a abajo y luego de vuelta. Finalmente, con voz ronca me dijo la expresión más atinada que escuché en la semana, que asumo con estoicismo sereno ante su irreversible veracidad, y que repito a continuación:

No le falta mucho, señor. ¡Siga adelante!


Fabián Robledo Upegui.

Febrero, 2022.

Comentarios

  1. Je! Q placer leerte. Y este relato esta genial y emotivo. Muy presente. En el aquí y el ahora. Muy humano. Abrazo fuerte!

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